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El emperador Juliano, a quienes los cristianos llamaron el Apóstata, es una apasionante figura histórica de las postrimerías del ámbito pagano, de ese siglo IV en el que la polémica ideológica entre el viejo helenismo y el cristianismo adquiere su definitivo perfil. Defensor de una religiosidad agonizante, en el crepúsculo de la mitología helénica, este joven emperador, de corta vida (331-363), recobra en la leyenda un halo trágico y romántico, que evocarán tanto dramaturgos (desde nuestro Vélez de Guevara a Ibsen y Kazantzaskis) como novelistas (desde Merejkowsky y A. France a Gore Vidal). Defensor de una causa perdida, entre el Edicto e Milán del 313 y el de Teodosio (392), que instaura el cristianismo como religión única del Imperio, el intento de Juliano de restaurar las viejas creencias en los dioses del Panteón pagano aparece como un patético error histórico.
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